Siempre fui demasiado nostálgica. Incluso antes de que las cosas terminen, ya las extraño. Creo que esa es la principal razón por la cual me gusta sacar fotos: las fotos, para mí, son pedazos de memoria.
Me acuerdo de mi infancia, de mi casa mucho más chica de lo que es ahora, de mi barrio mucho más desierto, de mi perro Mouli recorriendo las calles, de los gatos que vivían en el techo de casa, de las noches eternas donde mi viejo y mis tíos y tías tocaban la guitarra toda la madrugada canciones que marcaron mi vida, mientras yo dormía tapada con abrigos ajenos en alguna silla.
Me acuerdo de mi adolescencia y noches con amigas que hoy veo cada tanto, cuando nuestro mundo éramos nosotras. Eran las primeras veces que fumábamos porro y tomábamos vino en caja y caíamos a antros de calles que olvidé y al final sin darnos cuenta nos estábamos comiendo la torta de un cumpleaños al que sin querer nos habíamos colado. He vuelto a vivir noches así, pero nunca con ellas.
Me acuerdo de cuando viajé sola por primera vez, usando la plata que había juntado para un viaje con mi mejor amiga que nunca se hizo. Me fui a Brasil tres semanas, sola, con 20 años y toda la ansiedad y el miedo del mundo, y conocí gente de todas partes que me permitió sentirme, por primera vez, libre de mí misma. Bailé mezclas de samba con cumbia argentina en un callejón donde yo era la única que se sabía la letra de Sabor Sabrosón, tomé decenas de shots de cachaça en Lapa y tuve conversaciones increíbles con una amiga que vive en otro lado del mundo y que capaz que sin saberlo, me cambió.
Me acuerdo de cuando casi que por primera vez me hice nuevas amistades por fuera de las del liceo, y conocí pibas y pibes de mi barrio y me sentí un poco como una persona nueva y pude permitirme seguir el proceso que empecé en el viaje de descascararme. Una de las amigas más cercanas que me hice en ese momento y hasta el día de hoy, me dijo que sentía que yo tenía todo resuelto, que me veía como alguien que tenía las cosas claras. Me hizo pirar pensar que esa era la persona en la que, después de años de ser un desastre interno, al parecer me estaba convirtiendo.
Me acuerdo de cuando volví a cantar y cada vez que lo hacía sin darme cuenta el corazón me latía un poco más tranquilo. Me acuerdo del 2018 y de la conexión casi sideral con mi mejor amiga y de las cosas que vivimos juntas con tantas ganas de vivirlas. Me acuerdo de perderle el miedo a salir con pibes más seguido y sentirme libre y feliz conmigo misma por primera (bueno, segunda) vez en la vida.
Todas estas personas y experiencias siguen en mí. Algunas más que otras. Todas me definen, todas me conmueven, todas me hacen ser quien soy. Pero hay algo irremediable en el paso del tiempo y la vida, que van ocupándose de que todo termine siendo un recuerdo que conlleva una nostalgia casi insoportable.
Supongo que los recuerdos malos ocupan otro lugar en mi memoria. Un lugar que seguro está mucho más húmedo y oscuro y donde se escucha una gotera eterna que nadie va a ir a reparar. Pero lo irónico es que los recuerdos buenos, aún siendo hermosos, también un poco me atormentan. Porque es imposible volver a sentirse como lo hicimos años atrás. Porque nosotros cambiamos, nuestros amigos cambian, las circunstancias cambian, el barrio cambia, la ciudad cambia, el mundo cambia. El constante movimiento de todo lo que me rodea no me permite quedarme quieta dos segundos para recordar algo con amor sin hacerme sentir como si estuviese estancada, viviendo en el pasado.
Siempre que me preguntan cuál superpoder me gustaría tener, nunca sé que decir. Hoy, escribiendo esto, me doy cuenta de que seguro sería viajar en el tiempo, para poder volver a vivir, bailar, sentir, oler y llorar, todos esos recuerdos que están escritos en mi historia. ¿Perderían la magia al dejar de ser recuerdos?
“Volver
con la frente marchita
las nieves del tiempo
platearon mi sien.
Sentir
que es un soplo la vida
que veinte años no es nada
que febril la mirada
errante en las sombras
te busca y te nombra.
Vivir
con el alma aferrada
a un dulce recuerdo que lloro otra vez”
Carlos Gardel
Texto y foto: Martina Vilar del Valle
El título de tu entrada me recordó la canción de Sabina… “Con la frente marchita…” Y casi al instante se reprodujo en mi cabeza esa canción que el artista español compuso en hasta cierto homenaje a la ciudad de Buenos Aires. Por lo demas, me sentí muy identificada, incluso con tu forma de escribir, pues cualquiera de mis entradas en dónde me pongo en modo sensiblera son parecidas… Soy un alma en eterna melancolía, y entre nosotros,los melancólicos, nos entendemos bien. Te envío un abrazo desde México!!
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